sábado, 17 de diciembre de 2011

Capítulo 4 - Albert Carter

Una vez más, se bajó el telón. Todo se volvió oscuro y pude escuchar un coro de aplausos y ovaciones. Lo mismo que todas las noches. Era algo tan agradable que, a pesar de ser un simple telonero, aquel momento siempre conseguía sacarme una sonrisa. Tras unos intensos treinta segundos las luces volvieron a  encenderse. Al otro lado del escenario Peter me hizo una señal para que abriera el telón. Así lo hice. Esta vez me encontré con las caras de alegría de nuestros espectadores que no paraban de aplaudir. Los actores salieron a saludar. Yo tuve el tiempo justo para quedarme mirando al público, sin que se dieran cuenta. Intentando leer cada una de sus caras.

La verdad es que todo el reparto de la obra había hecho un buen trabajo: el teatro estaba a tope de gente. No pude encontrar ningún sitio vacío mientras inspeccionaba la sala principal con la mirada. Desistí. Estaba lleno, no había duda. Volví a centrar mi vista en el público, concretamente en las personas que estaban sentadas en las primeras filas. Todos riendo y disfrutando del espectáculo al máximo. Todos menos uno. Sí, aplaudía. Pero lo hacía de un modo casi maquinal, muy despacio y su cara me impresionó bastante: Llevaba sombrero, gafas de sol y barba blanca. Impresionaba, nunca había visto a nadie como él. Y eso que llevo aquí trabajando casi seis meses y he visto a todo tipo de gente. ¿Me estaba mirando fijamente? Estaba seguro de que así era. ¿Pero cómo me había visto? Me encontraba entre bastidores, medio escondido detrás del telón y por un pequeño hueco entre la pared lateral del escenario y aquel manto rojo era por donde observaba todo.

Yo le devolví la mirada, como desafiándole a apartar la vista. Pero él no cedía. Y yo tampoco estaba dispuesto a hacerlo.

-       ¿¡Estás tonto o qué!? – Oí que me gritaba Peter.

No me quedo más remedio que apartar la vista del extraño espectador de la tercera fila y entonces me di cuenta: los actores ya habían abandonado el escenario, los aplausos estaban decayendo y mi jefe estaba impaciente porque cerrara el telón de una vez. Realicé mi trabajo lo más rápido posible para no enfadar más a Peter. Segunda y última tanda de saludos. Volví a abrir el telón y los actores volvieron a salir para saludar una vez más. Tan pronto como volvieron los característicos aplausos busqué con la mirada al tipo raro que me miraba antes. Sin éxito. Su butaca estaba vacía. ¿Cómo es posible? Era la pregunta que estuvo en mi cabeza hasta que alrededor de las once, hora en la que acababa mi turno en el teatro principal terminó.

Ese tipo estaba allí de pie cuando salí del edificio, pensé que se limitaría a observarme pero hizo lo inesperado.

-       Eres Albert Carter ¿verdad?

-       ¿Quién quiere saberlo? – pregunté alerta mirándole a la cara de nuevo.

-       No tienes por qué hablar con ese tono – se rió por lo bajo – Me han hablado de ti y quería conocerte mejor.

-       Pues ya lo ha hecho. – respondí cortante. ¿Por qué estaba hablando con él?

-       Me contaron que querías ser actor… creo que yo puedo ofrecerte esa oportunidad.

-       ¿Me va a dar un trabajo? – empezaba a pensar que esto era un sueño.

-       Digamos que si aceptas, este será el papel de tu vida.

-       Claro que acepto.

-       Estupendo. – dijo entregándome una maleta – Quiero que la cuides bien, ahí dentro esta algo muy importante para ti a partir de ahora. Y no la abras hasta que volvamos a encontrarnos.

Examiné la maleta. Era más ligera de lo que parecía. Yo la definiría como un trasto viejo cuyos dibujos de dragones me fascinaban. Cuando levanté la vista él se había ido. ¿Y ahora qué? No me había dado ninguna dirección a la que dirigirme por lo del empleo.

lunes, 5 de diciembre de 2011

Capítulo 3 - Joanna Maverly

Miraba el documental sobre el Antiguo Régimen que nos habían puesto en clase de historia con resignación. Mis ojos estaban fijos en la pequeña pantalla pero mi mente estaba en otro lugar, muy lejano. Pensaba en mis padres, en la decisión de mudarnos aquí sin consultarnos a mi hermana y a mí. No es justo. Antes, cuando vivía en Sidney, yo era la chica más popular del instituto. Tenía todo lo que quería: buenos amigos, pretendientes, y era la más querida entre el profesorado. Mis notas podían demostrarlo. Pero cuando destinaron a mi padre, un prestigioso abogado, aquí todo cambió.
Tengo la impresión de que todos me odian solo porque sabían que soy mejor que ellos. Nadie me dirigía la palabra por gusto excepto una chica llamada Samantha que en mi opinión es el bicho raro de la clase. Desde el día en que llegué ha estado siguiéndome y haciendo todo lo posible para convertirse en mi “amiga”. Pero sé que solo lo hace porque está desesperada ya que no tiene ningún amigo a pesar de que lleva en este instituto más de dos años.
La profesora apagó la tele de repente. Ni siquiera me había percatado de que se había acabado la clase y que todos mis compañeros comenzaban a salir por la puerta tan deprisa como podían. Yo hice lo mismo.
-       Ha estado bien el documental ¿verdad? – preguntó Samantha una vez fuera del aula mientras me seguía por los pasillos del edificio.

-       Supongo que sí… aunque la historia no es mi fuerte.- respondí tratando de evitar más posibles preguntas sobre el aburrido documental.

-       Oh, lo entiendo. Yo siempre me hago un lío con las fechas de las batallas.

-       En ese caso deberías estudiar más. – dije intentando librarme de ella - ¿No tienes clases ahora?

-       Sí, tengo matemáticas.
Esa también era mi próxima clase. Pero estaba harta de aquella chica así que tuve que pensar algo rápido.
-       Yo también tengo mates. Pero me he dejado el libro en la taquilla así que iré a buscarlo.

-       ¿Te acompaño?

-       ¡No! – Samantha dio un respingo, quizá había sido muy brusca. Intenté arreglarlo para que no sospechara – Quiero decir que… no quiero que llegues tarde por mi culpa.
Ella asintió despacio y sin decir una palabra se marchó hacia su clase. Yo crucé el pasillo y bajé por las escaleras, en menos de un minuto estaba frente de mi taquilla. La abrí fácilmente. Siempre llevaba encima un papel con la contraseña por si acaso. Aunque esta vez no la necesité. En cuanto la abrí, un sobre violeta cayó al suelo. Me preguntaba cómo había llegado ahí. Quizá alguien la había metido en mi taquilla por error. En el sobre no había nada escrito. Y parecía que había algo dentro… por el peso no parecía una carta. La curiosidad me pudo y abrí el sobre. Dentro solo había un colgante. Lo saque del sobre para verlo mejor. Estaba hecho de oro y tenía forma de corazón. También tenía gravado el dibujo de unos dragones que me parecieron preciosos. Por un momento deseé que aquel obsequio fuese para mí pero era imposible. ¿Quién iba a querer regalarme nada? Entonces me di cuenta. En el sobre estaba escrito mi nombre, con una letra muy bonita y elegante. Me preguntaba cómo era posible que no lo hubiera visto antes.
Ya no me importaba. Lo importante es que el colgante era mío. Dejé el sobre el sobre vacío en la taquilla y me puse mi nuevo amuleto. Cuando me dirigía a mi siguiente clase vi cómo el conserje me miraba de reojo. Era un tipo alto, con barba, sombrero y gafas de sol. Un anciano sin ir más lejos. Su cara dibujaba una media sonrisa. Me di cuenta de que no me miraba a mí, sino al colgante. Le ignoré completamente y seguí mi camino.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Capítulo 2 - Phoenix Lindernell

    Siempre me dijeron que debía mostrar interés por todo lo que me enseñaran los profesores tanto si me gustaba como si no. Y hoy también seguí ese consejo; cuando el magnate de las matemáticas me preguntó me interesaba el tema que estamos dando le dije que sí. Mentira. Odio las matemáticas, tan solo le dije eso para ver si se calmaba ya que tiene un día de perros. Para mi sorpresa él me dijo:

-       Señorita Lindernell, ya que eres la única que parece estar interesada en mi clase, - El corazón empezó a latirme más rápido y empecé a arrepentirme de mi fingido entusiasmo – a partir de ahora y hasta que termine el curso te sentarás en primera fila. Te daré la clase solo a ti y a Mario.

Genial. Cogí mis cosas y me levanté de mi asiento para sentarme donde me había indicado el señor de los números. Primera fila y al lado de empollón de la clase. Algunos compañeros se rieron de mi fortuna por lo bajo. ¡Qué daría yo por quedarme donde estaba! Y es que el profesor estaba totalmente entregado a sus dos nuevos alumnos brillantes, me hubiera encantado poder mirar la hora cada cinco minutos o perderme en mis pensamientos durante un rato como lo hacía antes. Pero no podía. Lo peor de todo era que nuestro señor de los números tenía esa extraña capacidad para hacer que nos durmiéramos durante sus explicaciones. Intenté evitarlo como pude. Y reprimí varios bostezos también. Esperaba que la acabara  pronto para poder irme a casa.

Después de varios minutos que me parecieron horas sonó el timbre. Era libre, de momento. Recogí mis cosas y dejé que los chicos a quienes esperaban fuera sus amigos salieran primero. No tenía ganas de meterme entre la multitud. Salí del aula casi la última y me dirigí rápidamente hacia la salida. Nadie me esperaba, como de costumbre. Creo que tengo el record en este colegio de menos amistades: llevo aquí desde los cuatro años y sigo sin encontrar a nadie que me comprenda como solo un buen amigo lo haría. Pero esto se había convertido en algo sin importancia para mí, estaba acostumbrada a estar sola. No me importaba seguir así.

Fuera del edificio las gotas de lluvia chocaban contra el suelo y desaparecían. No llevaba paraguas. Me limité a ponerme la capucha y comenzar el camino a casa. No tardé en detenerme ante un semáforo en rojo. Mientras esperaba a que cambiara un hombre se me acercó. Y se puso a mi lado. Era muy alto comparado conmigo. Solo me atrevía a mirarlo de reojo. Llevaba katiuskas, tan sucias que parecía haber estado horas en el barro. Vestía una cazadora y unos vaqueros desgastados. Me recordaba a un pescador. Llevaba un sombrero igual que el de los marineros.

-       ¿Phoenix Lindernell? – preguntó el desconocido, aunque me pareció que lo afirmaba. Me estaba mirando a mí, sin duda. Llevaba gafas de sol y su barba blanca resaltaba como lo que más.

-       ¿Le conozco? – le pregunté algo incómoda sin dejar de mirar al frente.

-       Personalmente no. – respondió con su voz tranquila y firme a la vez – Has perdido algo y yo he venido a traértelo.

-       Pero yo no he… - antes de que pudiera terminar la frase, él sacó un objeto del interior de su chaqueta y me lo entregó.

Era un libro viejo. Cerrado con un candado. Lo que más me llamaba la atención eran los dibujos de la cubierta: dragones. No había ningún título.

Le tendí el libro al desconocido de nuevo y le dije:

-       No es mío.

-       ¿Ah, no? – parecía incrédulo y preguntó de nuevo- ¿Tú no eres Phoenix Lindernell?

-       Sí, pero no he perdido ningún libro.

-       Ah… creí que era tuyo – se encogió de hombros – En la cubierta está escrito tu nombre.

Miré otra vez la cubierta. Era increíble, mi nombre estaba escrito con letras muy grandes y elegantes. Pero estoy segura de que hace un momento mi nombre no estaba ahí. ¿Qué ha pasado aquí? Iba a preguntárselo a aquel tipo pero ya se había marchado y el semáforo estaba en verde. Con un suspiro crucé la calle llevando el libro conmigo, ya se lo devolvería si nos volvíamos a encontrar.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Capítulo 1 - Larry Morgan

Me muevo sigilosamente por los barrios bajos de Tokio. Son las dos de la madrugada. Me había escapado de casa. Tomé la decisión repentinamente después de otra discusión con mi padre. Él quiere que yo sea su fiel discípulo y que siga todos sus consejos pero eso no sucederá nunca. Yo, el hijo del director de una de las mayores industrias del país debía ser un perfecto ejemplo de conducta.

“Perfecta” era una palabra que había oído tantas veces que casi me daba asco. Así que he decidido marcharme de esa cárcel contra soñadores aunque me estén buscando yo me iré más lejos.

Apenas llevaba nada en mi mochila: una cartera con el poco dinero que había ganado por mi cuenta (no me gusta pedir y menos a mi familia), una manta de lana por si tenía que dormir a la intemperie y un par de barritas energéticas que había sisado de la despensa antes de partir. Llevaba puestos mis vaqueros favoritos, unas deportivas y una sudadera roja, la que más abrigaba. Aún así tengo frío. No contaba con que la temperatura descendiera tanto justo hoy. También noto como me pesan los párpados, necesito dormir urgentemente. Pero me temo que si me acuesto en cualquier parte me encuentre uno de esos indeseables y borrachos vagabundos o peor; la policía.

Aparté como pude ese pensamiento de mi cabeza y emprendí mi marcha hacia un parque a las afueras de la ciudad. Era un lugar tan grande y con tanta vegetación que me parecía improbable que alguien me encontrase.

Tal y como esperaba, el recinto estaba totalmente vacío. Avancé con precaución por el camino que atravesaba el parque, mirando a todas partes, buscando con la mirada un banco un poco alejado de la entrada y a ser posible, alejado de cualquier ser vivo en un radio de trescientos metros. No sabía si era una suerte o una maldición el hecho de que las farolas me proporcionasen una luz más bien escasa. No le di muchas vueltas. Encontré un banco discretamente escondido detrás de las ramas de un viejo árbol y fui hacia él. Saqué la manta de la mochila y tapándome con ella me acosté en el banco. Utilicé la mochila como almohada y cerré los ojos dispuesto a dormir un par de horas. Inútil. La dureza de mi nuevo lugar de reposo me impedía conciliar el sueño. Di muchas vueltas en el sitio pero cuanto más me movía, más insoportable se hacía mi nuevo dolor de espalda. Finalmente opté por una posición más o menos buena y me quedé muy quieto a pesar de lo incómodo que me encontraba.

-       ¿Laurence Morgan? – preguntó una voz ronca cerca de mí.

Había conseguido dormirme por fin. Aunque esa voz tan siniestra parecía el principio de una pesadilla.

-       Larry – le corregí.

-       ¿Por qué no me miras cuando te hablo?

Entonces reparé en que tenía los ojos cerrados y estaba todavía acostado. La realidad me golpeó de repente: estaba despierto. Me incorporé rápidamente y miré a mi interlocutor. Era un anciano vagabundo, lo deduje por sus desgastadas ropas. No llegaba a ver bien su cara; llevaba sombrero y gafas de sol. Una barba blanca era lo que más resaltaba de su cara seria y fría como el hielo. Era muy alto e intimidante, seguramente me hubiera echado a correr pero algo me decía que si lo hacía, él me alcanzaría.

-       ¿Cómo sabe mi nombre? – le pregunté al desconocido.

-       Te conozco desde que naciste. – respondió acentuando cada palabra y provocándome un escalofrío - ¿No preferirías dormir en tu casa?

-       No, allí ya no hay nada que pueda interesarme. Estoy mejor aquí.

-       Ellos no opinan lo mismo. – aquel vagabundo hablaba en susurros, como si hubiera alguien más que nos estuviera escuchando – Por eso han mandado a los oficiales a buscarte.

-       Me da igual.

-       Escucha, sé cómo te sientes. No voy a delatarte, no sacaría ningún beneficio de ello. Voy a ofrecerte la posibilidad de cambiar de vida.

-       ¿Y cómo va a hacer eso? – pregunté asegurándome de reflejar escepticismo en mi voz.

-       Eres tú quién ha de dar el primer paso. – en cuanto hubo dicho esto, metió su mano en el bolsillo, sacó una pequeña cajita de madera y me la entregó diciendo – No la abras hasta que te encuentres con un problema que no sepas resolver. Solo entonces, estarás preparado para enfrentarte a tus temores.

Examiné la caja con cuidado. Sin abrirla le di vueltas y vueltas fascinado por los brillantes dibujos de dragones que la decoraban. Estaba cerrada con candado. Aunque quisiera abrirla no podría.

-       ¿Y la llave? – le pregunté al extraño.

Demasiado tarde. Él se había ido. Parecía como si se lo hubiera llevado el viento. Se marchó tal y como llegó: sigilosamente. No lo entendía pero me daba igual. Quizá todo fuera una pesadilla después de todo.

A lo lejos oí una sirena. Vi a un coche patrulla aparcar justo en la entrada del parque. Apresuradamente guardé la manta y la cajita en mi mochila, me la colgué a la espalda y eché a correr. Miré atrás, un par de policías me seguían, iban a alcanzarme. Hubiera conseguido escapar de no ser porque había un muro enorme de piedra donde apenas unos minutos antes estaba la salida del parque. Intenté treparlo pero era inútil. Me tenían.